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Aventuras gráficas al detalle

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Yo acuso

A los que alienan a su público con teorías manipuladoras basadas en su propia ignorancia, a los que engañan a aquellos a los que deben ofrecer rigor

# Paco García | 0

Yo acuso

Cada año, cuando llega el final de diciembre, se pone en marcha la parafernalia navideña. La novedad que siempre supone pasar de etapa puede llegar a provocar cierta inquietud, y quizá por eso se tiende a hacer una retrospectiva, pensando que así todo será menos incierto de lo que realmente es. Pero revolver en los armarios de la memoria puede resultar punzante, enervante, puede incluso llevarnos a fases rábidas en las que finalmente montar en cólera.

Ken y Roberta Williams
El tiempo para los emprendedores en la industria del videojuego ya pasó. Hacer juegos en la cocina de tu casa es un privilegio del que ya solo podrán presumir los Williams, que posaban inocentes e ilusionados en la foto.

Mirar al pasado de la aventura gráfica nos evoca ineludiblemente a una radiante época en la que el género era considerado como el no va más. «Aventura gráfica» era sinónimo de videojuego. Desarrollar aventuras era dar vida a una historia, y un desarrollo era una cadena de producción en la que intervenían un director, un guionista, una serie de grafistas y otra de programadores, que ponían su potencial al servicio de un producto que tenía como meta conseguir la misma satisfacción que se siente al pasar la última página de una buena novela o al salir del cine tras haber visto una buena película. Obviamente, el objetivo era ganar dinero, pero la industria del videojuego era una fiera más mansa. Los desarrollos se podían costear sin la necesidad de una gran productora que pusiese un desmedido presupuesto multimillonario, y los equipos a cargo no eran indómitos grupos de cincuenta personas, sino que con suerte llegaban a los quince profesionales. Había que recurrir a fórmulas imaginativas para sortear y compensar las carencias tecnológicas, y los creativos realmente debían ingeniárselas para hacer un buen envite con una mano de cartas muy limitada. El usuario entendía esas limitaciones, y dejaba a un lado los anhelos tecnológicos de los que son presa los jugadores de hoy en día para entrar a valorar lo que realmente importaba del juego: lo bien o lo mal que se lo pasaban jugándolo.

El género fue creciendo en ambición y aptitudes, y la industria comenzó en paralelo a dar vuelcos inesperados: se empezaron a invertir millones de dólares en producciones que requerían de una parafernalia técnica enorme, se asumieron riesgos muy peligrosos y los cambios fueron recibidos con frialdad por un público al que no le impresionaba tanto ver a Christopher Walken sobreactuar en la pantalla de su ordenador como le impresionó en su día resolver un puzle con un monigote pixelado y un pollo de goma. La apuesta salió rana, y todos los esfuerzos por hacer evolucionar el género a un plano más espectacular resultaron ser repudiados por una vertiente del público que reclamaba un «clasicismo» mal entendido. La llegada de nuevos soportes de almacenamiento como el CD-ROM ofrecía la posibilidad de incluir vídeo y doblajes, lo que encareció los costes con respecto a otros géneros por los que todo el mundo empezaba a suspirar por «revolucionarios», que comenzaban a tontear con las tres dimensiones y que, además, no necesitaban cohesionar una historia, puesto que no contaban nada que no se pudiese definir por medio un par de imágenes fijas y otro par de párrafos de texto a modo de introducción; solo tenían que pagar a un actor que soltase un «Yeah! Piece of cake!» o un «Your face, your ass, what's the difference?» para darle vidilla y carisma al protagonista de turno. Por irónico que parezca, en 1996 hacer un shooter era barato y hacer una aventura gráfica demasiado caro.

La aparición de Doom en el 94 fraguó una avalancha mediática que trascendió más allá de la prensa especializada de entonces, superando la de su antecesor, Wolfenstein 3D, que también atrajo su buena porción de polémica: Doom era un juego perverso. En él tomábamos el rol en rigurosa primera persona de un marine espacial asesino que, escopeta en mano, iba reventando cráneos con un realismo nunca visto hasta la fecha. Claro, la gente se moría por jugarlo. Padres e hijos. Ya se intuía que aquel formato iba a dar que hablar y que tenía un potencial comercial inefable, así que en solo dos años y con una secuela entre medias, la aparición en 1996 de Quake acabó de asentar el género del FPS, dando pie a un alud de títulos que llenaron las estanterías y las páginas de las revistas.

Había shooters buenos y había shooters malos, pero la cuestión es que empezaron a salir productos de esta clase de debajo de las piedras, productos que en muchas ocasiones se dirían clónicos y que acababan resultando pesados, indigestos y aburridos. Quien haya jugado, por poner un ejemplo, a Heretic, a Hexen y a Witchaven entenderá por dónde vamos. Aunque quizá no lo entienda, ya que no se es muy lúcido cuando se desembolsa un buen dinero para jugar a dos juegos prácticamente idénticos y se vuelve a caer en un tercero.

Mean Streets, de Access
Remontándonos décadas, podemos darnos cuenta de que la querencia por encontrar nuevos y más vistosos medios de expresión dio lugar a una lógica evolución dentro del videojuego. Mean Streets, de Access, usaba imagen y sonido digitalizado allá por 1989, cuando los videojuegos eran considerados por el gran público como monigotes pixelados en 16 colores.

El shooter era muy rentable, pero empezó a serlo más cuando se comenzó a crear a su alrededor un mercado satélite de hardware. Jugar a Quake en un ordenador utilitario podía estar bien si es que funcionaba… pero hacerlo con una tarjeta gráfica Voodoo 3Dfx era una experiencia religiosa imposible de sintetizar en palabras. Una tarjeta que, recordemos, estaba por aquellas fechas a un precio de unos 220 euros (35.000 pesetas de entonces). Una ampliación de hardware que la gente realmente aún no necesitaba, pues poco más se podía hacer con ella, pero que se convirtió de la noche a la mañana en un prodigio tecnológico de primera necesidad, en la inversión que abriría las puertas para vivir la experiencia tridimensional…

Resultó que en unos meses las aventuras gráficas, que no hace mucho habían sido pioneras tecnológicas en uso de vídeo, audio e imagen sintética, y cuyo rápido avance incluso hacía recelar a mucha gente, ¡se habían quedado estancadas en el pasado! ¡Necesitaban reinventarse! E incluso algún listillo ya se atrevió a soltar entre dientes aquello de «las aventuras gráficas están muertas». Realmente estaban tan vivas como lo estuvieron dos años atrás. Quizá incluso más. La cuestión es que cuando una aventura gráfica era fácil y barata de producir interesaba que las aventuras gráficas fuesen un género en boga. Cuando empezaron a salir versiones talkie y a distribuirse en CD, fomentando la venta de tarjetas de sonido y de lectores, vivieron la época dorada; cuando se empezaron a complicar, cuando un juego en FMV resultaba costoso de duplicar y difícil de localizar y vender, y cuando además dejaron de sustentar adicionalmente otros mercados, interesaba que dejasen de existir.

La industria del videojuego no entiende de calidad, ni de diversión, ni muchísimo menos de valor artístico. A la industria del videojuego, como a todas las industrias, lo que le interesa es obtener beneficio. Cuanto más mejor. Es cuestionable, pero perfectamente entendible: así funciona el capitalismo. Lo preocupante es cuando esa ambición se hace tan desbocada y delirante que se empiezan a engendrar fórmulas «creativas» para sacar dividendos, y que no son otra cosa que rapacerías carroñeras, destructivas y que siempre acaban siendo caníbales. Ya no se trata de ganarse el pan, se trata de escamotear por donde se pueda, sin importar si se estafa, se miente o se manipula, en el mejor de los casos.

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