Fundada en una casa alquilada en Mira Mesa, un suburbio de San Diego, exitosa y sin deudas, cerró sus puertas en 2002 porque, según afirmó Michel Kripalani, uno de sus fundadores, la industria del videojuego estaba cambiando.

Y era cierto: acostumbrados a la autofinanciación, llegó un momento que las producciones eran tan caras que una empresa pequeña como Presto no podía asumir sus costes. Al tener que recurrir a la financiación de las grandes empresas del sector, se dieron cuenta de que la tendencia era la de financiar continuaciones de sagas de éxito, franquicias ya establecidas o ideas comunes.

Después de conocer de primera mano que sus ideas para nuevos juegos eran consideradas como un riesgo por unos inversores que se negaban a colaborar con ellos, y en vista de que además no estaban dispuestos a rebajar sus honorarios en favor de la competitividad que les pedían para desarrollar títulos como subcontrata, prefirieron no ver coartada su libertad creativa.

Ayudó a sus empleados, que aún hoy siguen cobrando los royalties que les corresponden por las unidades de sus juegos que aún se venden, a encontrar otros puestos de trabajo y se disolvió en un ambiente tan amistoso como el día en que se fundó. Así cerró una compañía con una serie tan irregular como interesante, The Journeyman Project, y que pudo tomar el testigo de los creadores de Myst en una tercera entrega que pasa por ser probablemente la mejor de la saga.